
OPINIÓN: “Primavera con una esquina rota”
Por: Rafael Martínez Lozano, Periodista y Licenciado en Comunicación Social.
A no pocos lectores les resultará familiar el título de esta columna. Otros, más versados en la narrativa latinoamericana, quizá me acusen del plagio más desvergonzado. Ambos tendrían razón. Corresponde, efectivamente, al nombre de una de las grandes novelas del uruguayo Mario Benedetti, publicada en 1982 desde su exilio en España: una historia que retrata los bemoles de una familia marcada por la cárcel y el destierro en los años oscuros de la dictadura que asoló a la hermana república oriental entre 1973 y 1985.
En sus páginas, la primavera simboliza algo más que una estación del año: es una metáfora luminosa, casi una alegoría poética, de la esperanza que sobrevive incluso en la penumbra. Como en tantas obras de Benedetti, el optimismo es un gesto de resistencia. En medio de la prisión —llamada irónicamente Libertad— donde Santiago, el protagonista, sobrelleva su encierro, y mientras su familia mastica el exilio en México, esa primavera representa la ilusión tibia de que algún día los cumulonimbos de la represión se disipen.
Traigo a colación esta referencia porque hoy, curiosamente, Chile también transita su propia primavera… pero con una esquina rota. Una fractura peligrosa en algo que, a veces parece, una frase hecha, un ideal anacrónico, pero que constituye el pulso más profundo de nuestra identidad: el alma de Chile.
Ese espíritu —que renace cada septiembre entre fondas, abrazos y banderas— suele traer consigo una nostalgia de unidad, un anhelo de justicia, de afecto y de empatía. Pero esa justicia, piedra angular de nuestro tejido comunitario, parece descolorarse ante el deterioro institucional y la pérdida de confianza en quienes la ejercen o deberían acatarla.
El país observa con desconcierto la crisis inédita del Poder Judicial: jueces suspendidos, renuncias forzadas y acusaciones de tráfico de influencias que alcanzan a Cortes de Apelaciones y a la Suprema. Los nombres de María Teresa Letelier, Ángela Vivanco o Santiago Ulloa han ocupado titulares que hablan más de poder que de probidad. A ello se suma, el escándalo del caso Hermosilla, cuyos audios revelaron redes de sobornos a funcionarios del Servicio de Impuestos Internos y de la Comisión para el Mercado Financiero. Si antes la justicia era símbolo de equidad, hoy muchos la perciben como un terreno minado por intereses.
No se trata sólo de los tribunales. La fragmentación política se ha transformado en una trinchera que desangra la conversación pública. Lo que debiera ser un espacio de encuentro se convierte en un combate de consignas. El debate sobre el presupuesto 2025, o las disputas en torno a derechos sociales, seguridad y educación, han dejado entrever más afán de imponer verdades que de construir acuerdos. Así, la política —esa herramienta que alguna vez fue vehículo de esperanza— parece haberse degradado en espectáculo.
Esa es, sin duda, otra fractura de nuestra primavera. Cuando la política se desentiende de la ciudadanía, ésta se exilia del proceso democrático. Las encuestas de CADEM y CEP lo confirman: más del 80 % de los chilenos no confía en los partidos, y apenas un 10 % lo hace en el Congreso. ¿Cómo florecer una primavera democrática si la semilla de la fe pública ya no germina?
Y como si el desencanto no bastara, la esquina rota se extiende hacia la ética pública. Los casos de corrupción en fundaciones, que partieron con Democracia Viva y continuaron con ProCultura, Urbanismo Social y EnRed, expusieron el uso discrecional de recursos públicos sin distinción de colores políticos. La opacidad en gobiernos regionales —de Antofagasta al Biobío— convirtió el concepto de “transferencia directa” en sinónimo de “confianza extraviada”. Esa herida en la probidad no sólo afecta la gestión estatal: corroe la confianza en la democracia misma.
También persiste un ruido más profundo: la memoria debilitada
Cincuenta años después del golpe de Estado, aún se escuchan voces que relativizan las violaciones a los derechos humanos o reivindican la mano dura como virtud. No son simples deslices: cuando autoridades o dirigentes públicos banalizan la tortura o ponen en duda la historia, el país retrocede hacia sus sombras.
Y, sin embargo, hay quienes —como en 1985— siguen recordando. Ese año, el actor Roberto Parada, mientras interpretaba precisamente “Primavera con una esquina rota”, recibió la noticia del asesinato de su hijo José Manuel, degollado junto a Santiago Nattino y Manuel Guerrero. Aun con el alma devastada, decidió continuar la función.
Aquel gesto fue más que una muestra de coraje: fue una lección de país.
Hitos como ése, nacidos en medio del quebrantamiento institucional de hace 52 años —otra esquina rota que aún nos duele—, nos recuerdan que el alma de Chile no puede seguir dependiendo de la espera pasiva de un cambio de estación.
No basta con aguardar la llegada de la primavera: hay que salir a buscarla, con voluntad, firmeza y valentía.
Quizás eso signifique volver a mirar al otro como un igual; comprender que la divergencia no es amenaza, sino posibilidad; que la función pública no es botín ni escenario de ego, sino servicio.
También significa rechazar la violencia discursiva, el negacionismo y la corrupción cotidiana que nos anestesia.
Porque si algo nos enseña Benedetti —y nuestra propia historia— es que las primaveras no son regalos: son conquistas.
Y cuando el alma de un país se fractura, sólo la esperanza activa —la que camina, la que conversa, la que se atreve a disentir— puede reconstruirla”.

